sábado, 27 de julio de 2013

Erik Satie ~ Gnossiennes

Hace quinientos años yo vivía en un pueblo llamado Salem. Como todos en el pueblo tenía mi tarea asignada. La mía era amasar el pan para la aldea (aunque me guste llamarlo así, a pueblo no llegaba). Pero la harina era escasa, la levadura escasa, el agua escasa, el hambre no. Todo escaso y de mala calidad, los que más sufrían eran los ancianos y los niños pequeños, dicho de otro modo, aquellos a los que les faltaban todos los dientes. Cada mañana me levantaba y hacía lo que podía con lo que tenía. Nada hacía, con nada. Los recién nacidos lloraban porque de las tetas flacas de sus madres no salía nada, los moribundos lloraban porque no había para una última cena. Y los hombres y las mujeres y hasta los perros lloraban. Lloraban y aullaban por las noches. La aldea se volvía más triste con los desgarradores aullidos. Por esos tiempos, el magrísimo fruto del trabajo en las huertas detrás de las casuchas, miserables taperas, teníamos que darlo todo al rey. El soberano usaba una capa verde brillante, bordada con piedras de jade talladas en forma de escamas que refulgían al sol. Y una corona alta bordeada de piezas de marfil que parecían afilados dientes. Tenía ojos color trigo de campos muertos y pupilas alargadas y comprimidas en el centro del iris. El soberano bramaba sus órdenes y todos los lameculos del palacio se orinaban encima del miedo que les causaba. Esos mismos que no dudaban en violar a las vírgenes que encontraban en la aldea cuando se dignaban a pasar por ella, siempre en grupos de a cincuenta o mil quinientos, por aquello que se sabe: que la unión hace la fuerza y ellos te lo hacían saber.
Con lo poco que tenía para amasar, la mañana era suficiente tiempo. Y por las tardes temprano, antes de hacer crecer en la huerta las verduras que no me alimentarían, ni a mí, ni a mis siete hijos, sino a los siete hijos de mis siete hermanas, ni a los siete hijos de sus siete hijas, sino a los lameculos y al rey, me iba al río. Me gustaba desnudarme y meterme en la mitad de la corriente, dónde el agua llegaba por la boca y jugar a que era una piedra y quedarme muy quieta, hasta que se dormían las manos y las piernas por la quietud y por el frio del agua. Y dormida era una roca. Una tarde pasaron los mil quinientos lameculos asesinos cerca del río. Y como tenía miedo que me vieran, metí también la cabeza en el agua. Y me quedé largo tiempo. Creo que una hora o dos días. Debajo del agua se estaba bien, un poco frío. Pero a salvo. Y no tenía ningún problema con la respiración. Era tan normal como fuera del agua.
Y caminé por el lecho del río hasta la orilla vecina. Y caminé por el bosque frente al bosque de mi aldea. Eran los fondos del castillo pero nadie llegaba hasta allí. Porque decían vivía una vieja bruja. Y seguí caminando entre los árboles retorcidos hasta que divisé unas rocas y la entrada de una cueva. Y tuve que agacharme mucho, casi quedar en cuatro patas para poder entrar a la cueva. Era la casa de la bruja. Y ella me enseñó con sólo mirarme ciento cuarenta mil trescientos veinticinco millones de trucos, ilusiones y hechizos verdaderos. Entre ellos, cómo hacerse invisible, como regresar a los muertos de su sueño y cómo multiplicar los panes.
Y cuando lo aprendí todo, volví por las huellas de mis pasos, crucé el río caminando, llegué a la aldea, resucité a mi esposo que había muerto un día o un siglo atrás y elevé las manos para rezar y multiplicar la comida. Y por cosas del destino, mi esposo jamás volvió de su descanso eterno. Sin embargo los panes de triplicaron. Y también los peces y las hortalizas de los fondos de todas las casas. Y hubo comida para todos. Para los ancianos sin dientes, para las madres de tetas flacas y secas, para los perros y hasta para el búho guardián que vivía en la entrada este de la aldea. Y aunque seguía tan viuda, cuando los chupabotas del rey aparecían no podían violarme, ni a ninguna de las mujeres, porque todas nos volvíamos invisibles.
Con el tiempo fui enseñando al resto de las mujeres el secreto para hacer crecer la masa, crecer ajos de dos cabezas y hacer surgir agua dulce de las puertas. También como volverse invisibles y cómo hacer resucitar a sus hombres. Resultó entonces que nadie aullaba por las noches, ni siquiera los perros moribundos. Y esto molestó mucho al rey porque él era un rey que disfrutaba en grande con el sufrimiento ajeno. Los ojos se le volvían más pequeños, las pupilas eran casi rayas en su iris y las escamas de la capa le brillaban maliciosamente. Y en uno de esos ataques de furia incontenible, su esposa consorte le trajo a su hijo para que lo apaciguara y el rey lo devoró. Entonces le trajo un caballo y lo devoró también. Y después a la reina y después a quinientos veintiocho lameculos, con lo cual su número se redujo bastante. Y por último se tragó una mariposa. Entonces el rey, el magnífico, el grande, ante la baja en sus huestes por problemas de ingestión, decidió encargarse él mismo del asunto. Y llegó al pueblo en el momento exacto en que teníamos la reunión mensual para ver quién se encargaba de los panes y quién de los peces. Pero no venía solo, lo acompañaba la vieja bruja de la orilla de enfrente que prometió ayuda a cambio de una comida caliente diaria, el periódico todos los días en la puerta, dos sapos y tres culebras mensuales. Y al vernos a todas así reunidas, el rey maldito y sus lameculos sobrevivientes gritaron que éramos brujas también nosotras. Y no pudimos desaparecer porque la vieja de la orilla de enfrente nos quitó lo que nos había enseñado. Fuimos todas condenadas, viejas y jóvenes, altas y bajas, gordas y flacas. Todas llevadas a la hoguera. Hace quinientos años. Algo de ese fuego todavía nos quema por dentro.

Dulce compañía...


Ángel de la guarda
dulce compañía
no me desampares
ni de noche,
ni de día…
Anoche vino a visitarme un ángel. No es la primera vez que lo hace. Vino a salvarme de los hombres que querían arrancarme la piel de los brazos. Convirtieron el vello que los cubre en esponja de aluminio y se rascaban con ellos sus caras inmundas. Mi ángel apareció, rubia, sonriente y me devolvió la suavidad que me robaron. Supe que era una niña, una niña ángel, lo supe antes, ahora tengo la certeza.

No es el primer ángel de mi vida, pero sí el primero que viene a visitarme. Son tres en total, ella es la única que aparece. Quizá porque es la única que yo misma expulsé. Aparece y aparece y me salva de las torturas a las que quieren someterme esos que dicen que todo lo saben.

Todos dicen, mi psicóloga incluida, que no estoy loca. Yo sé que tienen miedo de mi locura. Porque es absolutamente funcional. Entonces pone en duda también su idea de “salud mental”. Y porque si yo misma me declaro insana entonces dejo de protegerlos.

Los protejo a todos, soy guardiana de las llaves y las cosas de este mundo. Y la directora de la orquesta. Sin mí nada funcionaría correctamente. Me dicen que no me dejo ayudar ni acepto consejos. Se equivocan, es que sé que si tiro la toalla todo se va al carajo. Mi ángel también lo sabe y por eso me cuida. Para que todo se mantenga en su lugar.


Los dos primeros ángeles se fueron por voluntad propia. Y no volvieron jamás. A mi tercer ángel le escupí la cara. No quería hacerlo o tal vez sí. Yo digo que me vi obligada por las circunstancias.

La doctora amiga de una amiga dijo que si tomaba esa pastilla, una en la boca, otra en la vagina, el ángel se iría. Escribió el nombre en un papel y lo dobló. Me dijo que no lo hiciera si no estaba segura. Antes quiso saber si era verdad que yo tenía un ángel conmigo. Entonces metió un aparato frío entre mis piernas y empezó a hurgar, buscando. Y cuando lo encontró anunció que el ángel no latía o que no lo veía latir porque era muy pequeño.

Quiso que esperara un poco, yo contesté que sí y me fui dispuesta a expulsarlo ese mismo domingo. La amiga de la doctora, mi amiga, trató de convencerme que lo mejor era que el ángel se fuera solo, porque seguro se iría. Y con él se iría la culpa. No entienden que no quise esperar porque la culpa, mi culpa, mi gran culpa, es lo que hace que ahora mi ángel venga a visitarme. Y a salvarme  de las torturas a las que quieren someterme esos que dicen que todo lo saben.


Si la culpa desaparece, desaparece mi ángel rubio y sonriente. Y eso sería intolerable. La culpa y no yo, es la culpa lo que mantiene todo como debe ser. Porque yo no soy todo poderosa, ni tengo una gran energía, ni siquiera soy inteligente, ni sensible, ni trabajadora, ni buena madre, buena amiga, buena compañera. Es mi gran culpa la que hace que parezca ser todo esto. O que crea parecerlo o que haga todo por parecerlo. Ser, parecer, ser. Es todo lo mismo.
             
Los ángeles viven entre las nubes y entre los sueños. Lo saben quiénes tienen un ángel que los cuida. A veces se disfrazan, se ponen un traje de piel, con pies y manos y rostros y se hacen llamar hijos, padres, esposos, amigos, compañeros. Entonces las cosas de este mundo, aquí por debajo de las nubes, cobran sentido. Otras se van o se quedan en sus alturas, viendo sin ser vistos y los que estamos debajo de las nubes, ni vemos, ni oímos, ni tocamos a los ángeles. Sólo a veces, muy de vez en cuando, los sentimos con otro sentido que no nos sirve ni para la música, ni para saborear un durazno, ni para erizar la piel, es un sentido más allá de todo sentido y sin sentido.
Esta noche vendrá a visitarme otra vez, lo supe al atardecer, cuando el cerro se iluminó de un rosa intenso y el aire se hizo helado. La espero, traerá nuevas respuestas. Traerá mi paz colgada de sus ojos color miel.

jueves, 25 de julio de 2013



La crueldad es sobre todo necesidad y rigor. La decisión implacable e irreversible de transformar al hombre en un ser lúcido. De esta lucidez nace el nuevo teatro. Todo nacimiento implica también una muerte. Para dar origen a mi “crueldad” será necesario cometer un asesinato. Hay que asesinar al padre de la ineficacia en el teatro: el poder de la palabra y del texto. El texto es el dios todopoderoso que no le permite al verdadero teatro nacer. Al atentar contra la palabra, atentamos contra nosotros mismos. Hasta ahora, es el lenguaje verbal aquello que nos permite comprender al mundo. Y lo comprendemos mal. Al asesinar al lenguaje verbal, estamos asesinando al padre de todas nuestras confusiones. Por fin seremos libres. Esto vale no sólo para el teatro. Seremos hombres libres en todo aspecto de nuestra vida.

Antonin Artaud