lunes, 8 de abril de 2013

RECUERDOS SIETE

I

Recuerdo que llegué a la Ciudad de México una mañana de domingo, para ser más exactos, la mañana del 23 de agosto de 2009. Me esperaba en el Aeropuerto Benito Juárez un hombre al que hacía tiempo había dejado de ver. Más delgado de lo que lo recordaba, con las marcas que la ciudad estaba dejando en su piel y en su alma. Estaba parado con una campera de cuero y una sonrisa franca en la puerta de la salida de pasajeros. Se había levantado de madrugada para ir a buscarme. Dijo que lo merecía. Nos abrazamos, como los viejos conocidos lo hacen. Pero ya no éramos los mismos.

Fuimos a su departamento y mientras yo dejaba que el agua de la ducha se llevara el cansancio de quince horas de vuelo, él preparaba el desayuno y exprimía naranjas con sus propias manos, como antes. Pero ya no éramos los mismos.

No terminé de vestirme y así como estaba, con una toalla alrededor del cuerpo, tomamos café, conversamos intentando ponernos al día después de tanto tiempo, nos reímos, planificamos un paseo juntos para el fin de semana siguiente. Pero ya no éramos los mismos.

Nos sentamos en un sillón largo. Yo a su lado, después a horcajadas. Nos besamos y quisimos volver a un que parecía cada vez más remoto. Pero ya no éramos los mismos.

Me llevó a su cama, nos miramos y empecé a llorar. Todo era tan triste. Ya no éramos los mismos.

Acabamos riéndonos de mi desnudez. Unos minutos más tarde partíamos hacia la Basílica de la Virgen de Guadalupe porque, aunque ya no éramos los mismos, en el fondo seguíamos siendo quiénes solíamos ser.

II


Recuerdo que estábamos conversando sobre poesía religiosa. Él nombró a Sor Juana Inés de la Cruz y yo recité: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que juzgáis”.
Me miró a los ojos y dijo muy serio
- Por favor, no digas eso.
Yo, divertida, pensando que había tocado alguna fibra íntima y de algún modo tomaba venganza, pregunté porqué.
- Porque me enamora.

III


Recuerdo que el sábado siguiente a mi llegada me levanté muy temprano. Había contratado una excursión que me llevaría hasta las pirámides de Teotihuacán. Salí a tomar un café, recorrí una feria de antigüedades, probé dulces de nombres irrepetibles y volví al hotel donde me recogieron pasadas las once de la mañana.
Era la primera - y pensé que la única - tripulante del mini bus, pero frente a la Basílica de la Virgen de Guadalupe se me unió un grupo de americanos bulliciosos.
Camino a Teotihuacán, saliendo del DF, el espectáculo de las construcciones en las laderas de los cerros me llevó a interrogar al guía acerca de la precariedad de esas casas, los sistemas de saneamiento, qué nombre le daban a esos asentamientos de emergencia y un montón de datos más que a todos parecían inútiles. Saber como vive y sobrevive la mayoría de la población de un país, sobre todo aquellos a los que sus gobiernos siquiera reconocen como ciudadanos, siempre me pareció más interesante que recorrer barrios señoriales en los que habita la crema y nata de la sociedad. No reniego de la belleza de las buenas construcciones o de descubrir hermosos y diferentes estilos arquitectónicos, pero prefiero saber qué hacen y cómo lo hacen los que andan de a pie.
El guía, con mucha paciencia al principio, iba contestando cada pregunta y traduciéndola prolijamente al inglés para el resto de la comitiva. Al poco rato ya no traducía más y contestaba fastidiado.
El pobre no podía saberlo: se había topado con una desentrañadora de porqués.

IV


Recuerdo que llegué a las pirámides de Teotihuacán, la ciudad donde los hombres se convierten en dioses, con un sueño en la mochila. Iba en busca de un trozo de metal que, según me habían dicho, estaa incrustado en la cúspide de la pirámide del Sol.

Caminé por la Avenida de los Muertos. Creía que el nombre se debía a que, en las épocas de esplendor de la ciudad, por allí pasaban los cortejos fúnebres. Un guía se encargó de sacarme del error, contándome que fueron los españoles quienes le pusieron el nombre cuando llegaron al lugar y se toparon con la vegetación que lo cubría todo, confundiendo con tumbas los montículos de piedra a ambos lados del camino.

Me entretuve con detalles insignificantes – una mariposa blanca en una flor, el agua que corría por las canaletas – hasta que llegué a la construcción.

Una explanada enorme con una plaza elevada presidía la entrada al. Nos habían advertido sobre los vendedores que pululaban con sus artesanías a cuestas, insistentes como no había otros. Me ofrecían toda clase de objetos, collares, pulseras, vasijas, todo adornado con lo que parecía ser obsidiana, una piedra volcánica de color negro profundo y dureza mayor a la del diamante. La mayor parte de los recuerdos, no eran más que piedras cualesquiera, pulidas y pintadas sin mucho esmero. Maestros en el arte del regateo, es una ofensa mortal no entrar en el juego. Los turistas como aves de rapiña creían comprar a precios irrisorios lo mismo que en las tiendas tendrían que haber pagado una fortuna. Decidí que mi balanza se inclinaba a favor de los artesanos, sin duda.  

Faltando unos pocos metros para llegar a los primeros escalones de la pirámide, se  acercó un anciano que contaba tantas arrugas como años encima.
Vendía palos de agua con incrustaciones de la famosa piedra. Los fabricaba con sus propias manos. Las miré, curtidas, callosas. El rostro, de rasgos aindiados, denotaba una sabiduría ancestral.

Me excusé con buenos modales y evité la conversación. Pero algo me obligó a desandar mis pasos y enfrentarme al viejo, que seguía allí parado, viéndome y sonriendo con sus dientes blancos  y perfectos.

- Cuénteme algo – le dije casi en un ruego – dicen que en la cúspide de la pirámide hay un metal incrustado, que si uno apoya su mano allí y pide un deseo, éste se cumple.

- Usted vaya niña, vaya y pida con el corazón. Que si pide así, el universo le concede.

Con esas palabras en mi cabeza me subí los 248 escalones que me separaban del milagro.

Llegué, pedí y bajé. El viejo seguía allí, parado, como esperándome.

Terminé comprándole un palo de agua gigante y regateando el precio como correspondía. Lo pagué el doble de lo que pedía. Después de todo, no existen muchas personas dispuestas a hacernos creer que los milagros existen.

V


Recuerdo que recorríamos el Zócalo y nos habíamos llegado hasta la Catedral de la Ciudad de México. Un edificio antiquísimo, enorme, torcido.

La ciudad se mueve todo el tiempo y detrás de la nave mayor cuelga un gigantesco péndulo que marca la oscilación de la tierra que pisábamos y la cantidad de metros que, desde su colocación y hasta ese momento, se había desplazado.

Acercarse al péndulo no era posible, el horario de visita había terminado. Él convenció a los guardias que me dejaran pasar. Se me arrugó el alma, por el espectáculo y por el gesto.

Cuando salimos, me tomó de un brazo y me hizo bajar las escaleras de la boca del subterráneo que está a las puertas de la iglesia.

- ¿Dónde vamos? ¿Estás loco? Si dejaste el coche estacionado a unas pocas cuadras.

En el último escalón se dio media vuelta y comenzó el ascenso diciéndome:

- Vení, quiero que sientas la misma emoción que sentí yo cuando subí estas escaleras por primera vez en mi vida y, sin haberla visto jamás, me topé con la Plaza, con la Catedral y con la ciudad.

VI


Recuerdo que era el día 28 de agosto y se celebraba al santo de las causas urgentes y desesperadas, San Judas Tadeo. Su fiesta es en verdad el 28 de octubre, el día de mi cumpleaños, pero en los 28 de cada mes, los fieles se acercan por millares a la Iglesia de San Hipólito,  a pedir sus milagros imposibles.

La entrada al templo era una romería, la salvación y la gracia se compraban por unas monedas. Quién era yo para negar la tradición.

Pagué unos pocos pesos por dos cintas azules, entré a la Iglesia y de de rodillas empecé a rezar. Multitud de fieles atestaban el lugar, rostros curtidos por el sol, por el frío y por la vida. Todos unidos en un rezo: “…obtenme del Dios de las misericordias y de su Madre Santísima la gracia que con ilimitada confianza te pido a Ti, Padre mío bondadosímo, seguro que me la obtendrás siempre que convenga a la gloria de Dios y bien de mi alma. Así sea. Glorioso Apóstol San Judas Tadeo, ruega por nosotros…”
Quedaron en esa iglesia, en esa ciudad, grabados en el azul de una de las telas, los nombres de mis hijos. En la otra escribí mi nombre y el milagro. Pero el santo debía de haber estado sordo ese día. O quizás un poco distraído.

 

VII


Recuerdo el domingo de mi partida. Tenía que tomar el avión que me llevaría hasta Ezeiza a las diez de la noche. La mañana y la tarde eran mías y me dispuse a disfrutar de mis últimas horas en la Ciudad de México.

Caminé por tercera vez hacia el Zócalo, me topé con una exposición de pinturas en el Banco de México, que por esas horas estaba abierta al público. Entré y lo vi. Un cuadro de Diego Rivera que yo solo había visto en reproducciones baratas, de esas que venden en la Feria de Tristán Narvaja. Era pequeño, “Mujer Desnuda con Alcatraces” lo tituló su autor.

No sé bien qué pasó, pero de pronto me di que estaba llorando, de pura y dura emoción. Y me acordé que tiempo atrás había leído que el maestro Cándido Portinarí, durante su exilio en Argentina, sentenció frente a un grupo de intelectuales comunistas que lo visitaron y le pidieron su opinión sobre el estado del arte en ese momento, obligando al artista a salir por un momento de su hermetismo  autoimpuesto:  “Yo no sé, pero el arte te traspasa o es una mierda”

domingo, 7 de abril de 2013


Retenerte,
Invitarte que te quedes es castigo
poner en evidencia tanto tedio

Es luz que ya no fue, silencio
sueño roto los pedazos
el hijo que no llevo dentro.

Retenerte
como quien retiene el aire
Invitarte
como quien invita a un muerto
es castigo que no debo.

Vengan a mí los fantasmas
Final del juego.