sábado, 27 de julio de 2013

Erik Satie ~ Gnossiennes

Hace quinientos años yo vivía en un pueblo llamado Salem. Como todos en el pueblo tenía mi tarea asignada. La mía era amasar el pan para la aldea (aunque me guste llamarlo así, a pueblo no llegaba). Pero la harina era escasa, la levadura escasa, el agua escasa, el hambre no. Todo escaso y de mala calidad, los que más sufrían eran los ancianos y los niños pequeños, dicho de otro modo, aquellos a los que les faltaban todos los dientes. Cada mañana me levantaba y hacía lo que podía con lo que tenía. Nada hacía, con nada. Los recién nacidos lloraban porque de las tetas flacas de sus madres no salía nada, los moribundos lloraban porque no había para una última cena. Y los hombres y las mujeres y hasta los perros lloraban. Lloraban y aullaban por las noches. La aldea se volvía más triste con los desgarradores aullidos. Por esos tiempos, el magrísimo fruto del trabajo en las huertas detrás de las casuchas, miserables taperas, teníamos que darlo todo al rey. El soberano usaba una capa verde brillante, bordada con piedras de jade talladas en forma de escamas que refulgían al sol. Y una corona alta bordeada de piezas de marfil que parecían afilados dientes. Tenía ojos color trigo de campos muertos y pupilas alargadas y comprimidas en el centro del iris. El soberano bramaba sus órdenes y todos los lameculos del palacio se orinaban encima del miedo que les causaba. Esos mismos que no dudaban en violar a las vírgenes que encontraban en la aldea cuando se dignaban a pasar por ella, siempre en grupos de a cincuenta o mil quinientos, por aquello que se sabe: que la unión hace la fuerza y ellos te lo hacían saber.
Con lo poco que tenía para amasar, la mañana era suficiente tiempo. Y por las tardes temprano, antes de hacer crecer en la huerta las verduras que no me alimentarían, ni a mí, ni a mis siete hijos, sino a los siete hijos de mis siete hermanas, ni a los siete hijos de sus siete hijas, sino a los lameculos y al rey, me iba al río. Me gustaba desnudarme y meterme en la mitad de la corriente, dónde el agua llegaba por la boca y jugar a que era una piedra y quedarme muy quieta, hasta que se dormían las manos y las piernas por la quietud y por el frio del agua. Y dormida era una roca. Una tarde pasaron los mil quinientos lameculos asesinos cerca del río. Y como tenía miedo que me vieran, metí también la cabeza en el agua. Y me quedé largo tiempo. Creo que una hora o dos días. Debajo del agua se estaba bien, un poco frío. Pero a salvo. Y no tenía ningún problema con la respiración. Era tan normal como fuera del agua.
Y caminé por el lecho del río hasta la orilla vecina. Y caminé por el bosque frente al bosque de mi aldea. Eran los fondos del castillo pero nadie llegaba hasta allí. Porque decían vivía una vieja bruja. Y seguí caminando entre los árboles retorcidos hasta que divisé unas rocas y la entrada de una cueva. Y tuve que agacharme mucho, casi quedar en cuatro patas para poder entrar a la cueva. Era la casa de la bruja. Y ella me enseñó con sólo mirarme ciento cuarenta mil trescientos veinticinco millones de trucos, ilusiones y hechizos verdaderos. Entre ellos, cómo hacerse invisible, como regresar a los muertos de su sueño y cómo multiplicar los panes.
Y cuando lo aprendí todo, volví por las huellas de mis pasos, crucé el río caminando, llegué a la aldea, resucité a mi esposo que había muerto un día o un siglo atrás y elevé las manos para rezar y multiplicar la comida. Y por cosas del destino, mi esposo jamás volvió de su descanso eterno. Sin embargo los panes de triplicaron. Y también los peces y las hortalizas de los fondos de todas las casas. Y hubo comida para todos. Para los ancianos sin dientes, para las madres de tetas flacas y secas, para los perros y hasta para el búho guardián que vivía en la entrada este de la aldea. Y aunque seguía tan viuda, cuando los chupabotas del rey aparecían no podían violarme, ni a ninguna de las mujeres, porque todas nos volvíamos invisibles.
Con el tiempo fui enseñando al resto de las mujeres el secreto para hacer crecer la masa, crecer ajos de dos cabezas y hacer surgir agua dulce de las puertas. También como volverse invisibles y cómo hacer resucitar a sus hombres. Resultó entonces que nadie aullaba por las noches, ni siquiera los perros moribundos. Y esto molestó mucho al rey porque él era un rey que disfrutaba en grande con el sufrimiento ajeno. Los ojos se le volvían más pequeños, las pupilas eran casi rayas en su iris y las escamas de la capa le brillaban maliciosamente. Y en uno de esos ataques de furia incontenible, su esposa consorte le trajo a su hijo para que lo apaciguara y el rey lo devoró. Entonces le trajo un caballo y lo devoró también. Y después a la reina y después a quinientos veintiocho lameculos, con lo cual su número se redujo bastante. Y por último se tragó una mariposa. Entonces el rey, el magnífico, el grande, ante la baja en sus huestes por problemas de ingestión, decidió encargarse él mismo del asunto. Y llegó al pueblo en el momento exacto en que teníamos la reunión mensual para ver quién se encargaba de los panes y quién de los peces. Pero no venía solo, lo acompañaba la vieja bruja de la orilla de enfrente que prometió ayuda a cambio de una comida caliente diaria, el periódico todos los días en la puerta, dos sapos y tres culebras mensuales. Y al vernos a todas así reunidas, el rey maldito y sus lameculos sobrevivientes gritaron que éramos brujas también nosotras. Y no pudimos desaparecer porque la vieja de la orilla de enfrente nos quitó lo que nos había enseñado. Fuimos todas condenadas, viejas y jóvenes, altas y bajas, gordas y flacas. Todas llevadas a la hoguera. Hace quinientos años. Algo de ese fuego todavía nos quema por dentro.

Dulce compañía...


Ángel de la guarda
dulce compañía
no me desampares
ni de noche,
ni de día…
Anoche vino a visitarme un ángel. No es la primera vez que lo hace. Vino a salvarme de los hombres que querían arrancarme la piel de los brazos. Convirtieron el vello que los cubre en esponja de aluminio y se rascaban con ellos sus caras inmundas. Mi ángel apareció, rubia, sonriente y me devolvió la suavidad que me robaron. Supe que era una niña, una niña ángel, lo supe antes, ahora tengo la certeza.

No es el primer ángel de mi vida, pero sí el primero que viene a visitarme. Son tres en total, ella es la única que aparece. Quizá porque es la única que yo misma expulsé. Aparece y aparece y me salva de las torturas a las que quieren someterme esos que dicen que todo lo saben.

Todos dicen, mi psicóloga incluida, que no estoy loca. Yo sé que tienen miedo de mi locura. Porque es absolutamente funcional. Entonces pone en duda también su idea de “salud mental”. Y porque si yo misma me declaro insana entonces dejo de protegerlos.

Los protejo a todos, soy guardiana de las llaves y las cosas de este mundo. Y la directora de la orquesta. Sin mí nada funcionaría correctamente. Me dicen que no me dejo ayudar ni acepto consejos. Se equivocan, es que sé que si tiro la toalla todo se va al carajo. Mi ángel también lo sabe y por eso me cuida. Para que todo se mantenga en su lugar.


Los dos primeros ángeles se fueron por voluntad propia. Y no volvieron jamás. A mi tercer ángel le escupí la cara. No quería hacerlo o tal vez sí. Yo digo que me vi obligada por las circunstancias.

La doctora amiga de una amiga dijo que si tomaba esa pastilla, una en la boca, otra en la vagina, el ángel se iría. Escribió el nombre en un papel y lo dobló. Me dijo que no lo hiciera si no estaba segura. Antes quiso saber si era verdad que yo tenía un ángel conmigo. Entonces metió un aparato frío entre mis piernas y empezó a hurgar, buscando. Y cuando lo encontró anunció que el ángel no latía o que no lo veía latir porque era muy pequeño.

Quiso que esperara un poco, yo contesté que sí y me fui dispuesta a expulsarlo ese mismo domingo. La amiga de la doctora, mi amiga, trató de convencerme que lo mejor era que el ángel se fuera solo, porque seguro se iría. Y con él se iría la culpa. No entienden que no quise esperar porque la culpa, mi culpa, mi gran culpa, es lo que hace que ahora mi ángel venga a visitarme. Y a salvarme  de las torturas a las que quieren someterme esos que dicen que todo lo saben.


Si la culpa desaparece, desaparece mi ángel rubio y sonriente. Y eso sería intolerable. La culpa y no yo, es la culpa lo que mantiene todo como debe ser. Porque yo no soy todo poderosa, ni tengo una gran energía, ni siquiera soy inteligente, ni sensible, ni trabajadora, ni buena madre, buena amiga, buena compañera. Es mi gran culpa la que hace que parezca ser todo esto. O que crea parecerlo o que haga todo por parecerlo. Ser, parecer, ser. Es todo lo mismo.
             
Los ángeles viven entre las nubes y entre los sueños. Lo saben quiénes tienen un ángel que los cuida. A veces se disfrazan, se ponen un traje de piel, con pies y manos y rostros y se hacen llamar hijos, padres, esposos, amigos, compañeros. Entonces las cosas de este mundo, aquí por debajo de las nubes, cobran sentido. Otras se van o se quedan en sus alturas, viendo sin ser vistos y los que estamos debajo de las nubes, ni vemos, ni oímos, ni tocamos a los ángeles. Sólo a veces, muy de vez en cuando, los sentimos con otro sentido que no nos sirve ni para la música, ni para saborear un durazno, ni para erizar la piel, es un sentido más allá de todo sentido y sin sentido.
Esta noche vendrá a visitarme otra vez, lo supe al atardecer, cuando el cerro se iluminó de un rosa intenso y el aire se hizo helado. La espero, traerá nuevas respuestas. Traerá mi paz colgada de sus ojos color miel.

jueves, 25 de julio de 2013



La crueldad es sobre todo necesidad y rigor. La decisión implacable e irreversible de transformar al hombre en un ser lúcido. De esta lucidez nace el nuevo teatro. Todo nacimiento implica también una muerte. Para dar origen a mi “crueldad” será necesario cometer un asesinato. Hay que asesinar al padre de la ineficacia en el teatro: el poder de la palabra y del texto. El texto es el dios todopoderoso que no le permite al verdadero teatro nacer. Al atentar contra la palabra, atentamos contra nosotros mismos. Hasta ahora, es el lenguaje verbal aquello que nos permite comprender al mundo. Y lo comprendemos mal. Al asesinar al lenguaje verbal, estamos asesinando al padre de todas nuestras confusiones. Por fin seremos libres. Esto vale no sólo para el teatro. Seremos hombres libres en todo aspecto de nuestra vida.

Antonin Artaud

lunes, 8 de abril de 2013

RECUERDOS SIETE

I

Recuerdo que llegué a la Ciudad de México una mañana de domingo, para ser más exactos, la mañana del 23 de agosto de 2009. Me esperaba en el Aeropuerto Benito Juárez un hombre al que hacía tiempo había dejado de ver. Más delgado de lo que lo recordaba, con las marcas que la ciudad estaba dejando en su piel y en su alma. Estaba parado con una campera de cuero y una sonrisa franca en la puerta de la salida de pasajeros. Se había levantado de madrugada para ir a buscarme. Dijo que lo merecía. Nos abrazamos, como los viejos conocidos lo hacen. Pero ya no éramos los mismos.

Fuimos a su departamento y mientras yo dejaba que el agua de la ducha se llevara el cansancio de quince horas de vuelo, él preparaba el desayuno y exprimía naranjas con sus propias manos, como antes. Pero ya no éramos los mismos.

No terminé de vestirme y así como estaba, con una toalla alrededor del cuerpo, tomamos café, conversamos intentando ponernos al día después de tanto tiempo, nos reímos, planificamos un paseo juntos para el fin de semana siguiente. Pero ya no éramos los mismos.

Nos sentamos en un sillón largo. Yo a su lado, después a horcajadas. Nos besamos y quisimos volver a un que parecía cada vez más remoto. Pero ya no éramos los mismos.

Me llevó a su cama, nos miramos y empecé a llorar. Todo era tan triste. Ya no éramos los mismos.

Acabamos riéndonos de mi desnudez. Unos minutos más tarde partíamos hacia la Basílica de la Virgen de Guadalupe porque, aunque ya no éramos los mismos, en el fondo seguíamos siendo quiénes solíamos ser.

II


Recuerdo que estábamos conversando sobre poesía religiosa. Él nombró a Sor Juana Inés de la Cruz y yo recité: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que juzgáis”.
Me miró a los ojos y dijo muy serio
- Por favor, no digas eso.
Yo, divertida, pensando que había tocado alguna fibra íntima y de algún modo tomaba venganza, pregunté porqué.
- Porque me enamora.

III


Recuerdo que el sábado siguiente a mi llegada me levanté muy temprano. Había contratado una excursión que me llevaría hasta las pirámides de Teotihuacán. Salí a tomar un café, recorrí una feria de antigüedades, probé dulces de nombres irrepetibles y volví al hotel donde me recogieron pasadas las once de la mañana.
Era la primera - y pensé que la única - tripulante del mini bus, pero frente a la Basílica de la Virgen de Guadalupe se me unió un grupo de americanos bulliciosos.
Camino a Teotihuacán, saliendo del DF, el espectáculo de las construcciones en las laderas de los cerros me llevó a interrogar al guía acerca de la precariedad de esas casas, los sistemas de saneamiento, qué nombre le daban a esos asentamientos de emergencia y un montón de datos más que a todos parecían inútiles. Saber como vive y sobrevive la mayoría de la población de un país, sobre todo aquellos a los que sus gobiernos siquiera reconocen como ciudadanos, siempre me pareció más interesante que recorrer barrios señoriales en los que habita la crema y nata de la sociedad. No reniego de la belleza de las buenas construcciones o de descubrir hermosos y diferentes estilos arquitectónicos, pero prefiero saber qué hacen y cómo lo hacen los que andan de a pie.
El guía, con mucha paciencia al principio, iba contestando cada pregunta y traduciéndola prolijamente al inglés para el resto de la comitiva. Al poco rato ya no traducía más y contestaba fastidiado.
El pobre no podía saberlo: se había topado con una desentrañadora de porqués.

IV


Recuerdo que llegué a las pirámides de Teotihuacán, la ciudad donde los hombres se convierten en dioses, con un sueño en la mochila. Iba en busca de un trozo de metal que, según me habían dicho, estaa incrustado en la cúspide de la pirámide del Sol.

Caminé por la Avenida de los Muertos. Creía que el nombre se debía a que, en las épocas de esplendor de la ciudad, por allí pasaban los cortejos fúnebres. Un guía se encargó de sacarme del error, contándome que fueron los españoles quienes le pusieron el nombre cuando llegaron al lugar y se toparon con la vegetación que lo cubría todo, confundiendo con tumbas los montículos de piedra a ambos lados del camino.

Me entretuve con detalles insignificantes – una mariposa blanca en una flor, el agua que corría por las canaletas – hasta que llegué a la construcción.

Una explanada enorme con una plaza elevada presidía la entrada al. Nos habían advertido sobre los vendedores que pululaban con sus artesanías a cuestas, insistentes como no había otros. Me ofrecían toda clase de objetos, collares, pulseras, vasijas, todo adornado con lo que parecía ser obsidiana, una piedra volcánica de color negro profundo y dureza mayor a la del diamante. La mayor parte de los recuerdos, no eran más que piedras cualesquiera, pulidas y pintadas sin mucho esmero. Maestros en el arte del regateo, es una ofensa mortal no entrar en el juego. Los turistas como aves de rapiña creían comprar a precios irrisorios lo mismo que en las tiendas tendrían que haber pagado una fortuna. Decidí que mi balanza se inclinaba a favor de los artesanos, sin duda.  

Faltando unos pocos metros para llegar a los primeros escalones de la pirámide, se  acercó un anciano que contaba tantas arrugas como años encima.
Vendía palos de agua con incrustaciones de la famosa piedra. Los fabricaba con sus propias manos. Las miré, curtidas, callosas. El rostro, de rasgos aindiados, denotaba una sabiduría ancestral.

Me excusé con buenos modales y evité la conversación. Pero algo me obligó a desandar mis pasos y enfrentarme al viejo, que seguía allí parado, viéndome y sonriendo con sus dientes blancos  y perfectos.

- Cuénteme algo – le dije casi en un ruego – dicen que en la cúspide de la pirámide hay un metal incrustado, que si uno apoya su mano allí y pide un deseo, éste se cumple.

- Usted vaya niña, vaya y pida con el corazón. Que si pide así, el universo le concede.

Con esas palabras en mi cabeza me subí los 248 escalones que me separaban del milagro.

Llegué, pedí y bajé. El viejo seguía allí, parado, como esperándome.

Terminé comprándole un palo de agua gigante y regateando el precio como correspondía. Lo pagué el doble de lo que pedía. Después de todo, no existen muchas personas dispuestas a hacernos creer que los milagros existen.

V


Recuerdo que recorríamos el Zócalo y nos habíamos llegado hasta la Catedral de la Ciudad de México. Un edificio antiquísimo, enorme, torcido.

La ciudad se mueve todo el tiempo y detrás de la nave mayor cuelga un gigantesco péndulo que marca la oscilación de la tierra que pisábamos y la cantidad de metros que, desde su colocación y hasta ese momento, se había desplazado.

Acercarse al péndulo no era posible, el horario de visita había terminado. Él convenció a los guardias que me dejaran pasar. Se me arrugó el alma, por el espectáculo y por el gesto.

Cuando salimos, me tomó de un brazo y me hizo bajar las escaleras de la boca del subterráneo que está a las puertas de la iglesia.

- ¿Dónde vamos? ¿Estás loco? Si dejaste el coche estacionado a unas pocas cuadras.

En el último escalón se dio media vuelta y comenzó el ascenso diciéndome:

- Vení, quiero que sientas la misma emoción que sentí yo cuando subí estas escaleras por primera vez en mi vida y, sin haberla visto jamás, me topé con la Plaza, con la Catedral y con la ciudad.

VI


Recuerdo que era el día 28 de agosto y se celebraba al santo de las causas urgentes y desesperadas, San Judas Tadeo. Su fiesta es en verdad el 28 de octubre, el día de mi cumpleaños, pero en los 28 de cada mes, los fieles se acercan por millares a la Iglesia de San Hipólito,  a pedir sus milagros imposibles.

La entrada al templo era una romería, la salvación y la gracia se compraban por unas monedas. Quién era yo para negar la tradición.

Pagué unos pocos pesos por dos cintas azules, entré a la Iglesia y de de rodillas empecé a rezar. Multitud de fieles atestaban el lugar, rostros curtidos por el sol, por el frío y por la vida. Todos unidos en un rezo: “…obtenme del Dios de las misericordias y de su Madre Santísima la gracia que con ilimitada confianza te pido a Ti, Padre mío bondadosímo, seguro que me la obtendrás siempre que convenga a la gloria de Dios y bien de mi alma. Así sea. Glorioso Apóstol San Judas Tadeo, ruega por nosotros…”
Quedaron en esa iglesia, en esa ciudad, grabados en el azul de una de las telas, los nombres de mis hijos. En la otra escribí mi nombre y el milagro. Pero el santo debía de haber estado sordo ese día. O quizás un poco distraído.

 

VII


Recuerdo el domingo de mi partida. Tenía que tomar el avión que me llevaría hasta Ezeiza a las diez de la noche. La mañana y la tarde eran mías y me dispuse a disfrutar de mis últimas horas en la Ciudad de México.

Caminé por tercera vez hacia el Zócalo, me topé con una exposición de pinturas en el Banco de México, que por esas horas estaba abierta al público. Entré y lo vi. Un cuadro de Diego Rivera que yo solo había visto en reproducciones baratas, de esas que venden en la Feria de Tristán Narvaja. Era pequeño, “Mujer Desnuda con Alcatraces” lo tituló su autor.

No sé bien qué pasó, pero de pronto me di que estaba llorando, de pura y dura emoción. Y me acordé que tiempo atrás había leído que el maestro Cándido Portinarí, durante su exilio en Argentina, sentenció frente a un grupo de intelectuales comunistas que lo visitaron y le pidieron su opinión sobre el estado del arte en ese momento, obligando al artista a salir por un momento de su hermetismo  autoimpuesto:  “Yo no sé, pero el arte te traspasa o es una mierda”

domingo, 7 de abril de 2013


Retenerte,
Invitarte que te quedes es castigo
poner en evidencia tanto tedio

Es luz que ya no fue, silencio
sueño roto los pedazos
el hijo que no llevo dentro.

Retenerte
como quien retiene el aire
Invitarte
como quien invita a un muerto
es castigo que no debo.

Vengan a mí los fantasmas
Final del juego.

martes, 29 de enero de 2013

martes, 15 de enero de 2013


Para celebrar mis muertos
debería empezar por presentarlos
ellos se conocen entre sí
pero no a ustedes
ni ustedes les conocen, eso es cierto.
Zoilo viejo que estás en el infierno
Ya no tengo mis muslos de pollo
mantengo los ojos grandes de mirar triste
algo había allí , vos lo viste antes que nadie
con sabiduría de hombre
que pierde los ojos en el campo y presiente el trueno.
Irma de pecho grande casa nido y agua de lavanda
orlado con bijouterie barata y colorida
de eternos vestidos floreados
soberbias carpas de princesas orientales
cómplice en noches de niña en vela
A vos te debo otras tantas de mi insomnio
la devoción a Juana y el creer que con mis manos
también puedo o pude transformar papel en flores
Y helados sorbidos a escondidas
con dos monedas que apretaba entre las manos
cruzando con cuidado la calle, vos vigía
mascarón de proa en el balcón de Brandzen.
Julio, pequeño dictador malhumorado
Me enseñaste a chiflar y comer gofio
imposible dirán todos, vos y yo tenemos el secreto.
Perdida en el sótano de tu casa                                                                    
siempre con miedo a los dragones y fantasmas
siempre atraída por dragones y fantasmas
que nunca vi, que siempre supe estaban.
Viviendo en el tiempo eterno de compadre Presidente
burros, casinos, la casa en el Prado.
Tu perro como vos pequeño dictador malhumorado
fue el primero que mordió cuando extendí la mano
Pero no el último, pero no el último.
Te fuiste dando órdenes al viento
Que nadie obedeció.
Y vos Andrés, Andrés gordo de bigotes
Andrés cuidándome en Palermo
Andrés de cigarro entre los labios
Andrés de eternas madrugadas
Andrés de entrevero con amigos
Andrés de boliche en boliche
Andrés agarrada de tu mano.
Tu mano padre, tu mano guía
bajando la persiana del negocio
para quedarse esperando la mañana.
Con vos aprendí a bailar sobre las mesas
a cantar para la barra y recitar poemas
a tomar hasta el segundo antes de la curda traicionera
a caminar las calles de nuestro Buenos Aires querido
para ser los primeros en leer el diario.
Aprendí a recorrer pasillos desolados
a sentir en la espalda los fantasmas
a pasear con mi gato en ascensor jaula
arriba, abajo, arriba, abajo, sin descanso.
A no tenerle miedo a los sonámbulos
a leer Machado con las tripas
a sentir el tango en los huesos.
a llegar siempre tarde donde fuera.
Aprendí que cocinar y amar van de la mano
que la verdadera sobremesa de un almuerzo acaba
cuando alguien pregunta por la cena.
A esperar el subte con los pies al borde
y la felicidad del aire caliente cuando llega
Aprendí a nadar en días de lluvia
porque es difícil que un rayo caiga al agua.
Íbamos con flores al cementerio
vos separabas una siempre y me hacías dejársela a Paco.
Yo sé que fuiste a renovar el ritual de claveles
y te quedaste a conversar, total hay tiempo
tanto tiempo, te fuiste quedando, te quedaste a su lado
y no regresaste a morir en Buenos Aires tu muerte enamorada.
Hace poco viniste a visitarme, fue una suerte hacía rato ya no te veía
Y te encontré como eras siempre, con bigotes, caminando apurado,
tarde, siempre tarde, puños cerrados
pantalón alto, zapatos viejos, camisa de rayas infinitas
el sudor perlándote la frente.
Andrés, padre, Andrés hijo, Andrés espíritu
por todo lo que vos y yo no tenemos de santos
rogá por mí, por vos, por todos
ahora, mañana y hasta el día de vernos nuevamente
Amén.

sábado, 12 de enero de 2013

Palabras
prostitutas
para pobres poetas
perdidos
por
poseerlas

Madredeus - O Paraíso


¿Y si
la vida también fuera

las veinticuatros horas de felicidad
en el hilo dorado de un paquete de cigarrillos,
un trébol de cuatro hojas,
despétalos de una margarita,
la estrella fugaz que corta la noche

esquivarle al diecisiete,
levantar herraduras de la calle,
tres pasos hacia atrás
de un gato negro que se cruza

no romper el perfecto triángulo de una escalera,
vestirse de amarillo un lunes
algo nuevo, algo usado,
algo azul, algo prestado.

doce pasas a las doce,
vuelta a la manzana con valija,
una mariposa en las pirámides,
la flor en la ventana de las ruinas.

encontrarte por la calle en la tarde,
o en un bar a las dos de la mañana?

¿Y si la vida también fuera magia?  


jueves, 10 de enero de 2013



Dios te salve María

Te salve del desvelo, las llagas
el desamparo, el miedo, la codicia.

Llena eres de gracia,
el señor está contigo
contigo duerme cada noche cumplida
de oficio antiguo y duro
de amor en cuerpo ajeno

bendita tú eres entre todas las mujeres
y con todas bendita con agua de sudores
que caen sobre ti como bautizo.

Bendito es el fruto de tu vientre
si una y cien semillas recogiste
Jesús, Pedro, Juan, Mateo

Santa María, sacra hembra, sabia madre
de un dios vuelto hombre en una esquina
ruega por nosotros, pecadores
que escupimos su rostro cada día
ahora y en la hora de nuestra muerte
en esta muerte entre tus piernas
María

Amén.


jueves, 3 de enero de 2013






Vuelvo
A ese rincón del parque, a esa sombra

Vuelvo
Entre ramas y nudos que me acogen

Vuelvo
Al círculo de mis árboles guardianes

Vuelvo
Al profundo centro de la rueda

Vuelvo
En mí, a ser semilla y germinarme.