lunes, 7 de abril de 2014

La noche de Marilyn

Parado, en mitad del kiosco, miro los paquetes de preservativos. Es importante que sean finos, me digo, pero también resistentes. Esto último es lo más importante. Siete años atrás, la resistencia de un condón no era un dato que tuviera en cuenta.

Fue por los tiempos en que me empezó a gustar el rock metálico. Pasaba el día entero escuchando Deep Purple, Kiss, Judas Priest o Black Sabbath. De todos, estos últimos eran los que más me gustaban. Me transportaba el sonido pesado que avanzaba a través del fraseo de la guitarra de Tony Iommi y Ozzy Osborne lograba conquistar mi corazón con sus letras macabras. El metal pasó a formar parte de mi vida y no había recital de banda local que no fuera a ver. El boliche que más visitaba era La Factoría. Ahí me hice fanático de Rey Toro.

Fue la noche en que tocaron junto a Malón, una buena banda argentina, que conocí a la flaca Karina. Casi tan alta como yo - que mido un metro ochenta - gracias a aquellas botas negras con una gran plataforma y hebillas a los costados, que semejaban aparatos de tortura. Usaba un pantalón de cuero muy ajustado y, por supuesto, negro. Una remera corta, también negra, con una calavera dibujada, que dejaba su ombligo al aire, y una muñequera con tachas en cada uno de sus brazos. Tenía el pelo largo y de un rubio casi blanco que - muy pronto descubrí- no era natural.

No es que fuera especialmente linda, pero llamaba la atención y quedé flechado al instante. Se movía entre provocativa y enajenada. Aunque en verdad estaba muy drogada. Yo también. Terminamos cogiendo parados contra el muro de una casa, en la esquina de Agraciada y Tajes. Esa vez no usé preservativo y cuando se me pasó un poco el efecto de las drogas y el alcohol y me di cuenta, juré que otra vez no me agarraba desprevenido.

Al sábado siguiente volvimos a encontrarnos, esa vez tocaba Barón Rojo y los acompañaban los muchachos de Chopper. La flaca estaba sacada, agitaba su blonda cabeza como presa de convulsiones. Temí que fuera a quebrarse y en un arranque de lucidez la alejé del tumulto justo en el momento en que unos punks empezaban a tirar botellas. Nos fuimos a su casa, cerca del Cilindro, la que compartía con su madre y su hermana menor. Esta vez, yo iba bien preparado, pero la flaca estaba tan fuera de sí que no pudimos hacer nada. Así que me fui a mi casa silbando bajito un tango de Gardel, de esos que mi viejo escuchaba todas las mañanas en Radio Clarín.

Por esa época yo era estudiante de tercer año de Relaciones Internacionales y aunque cursaba las materias de noche, alguna que otra vez tenía que levantarme temprano para recuperar clases a las que había faltado. No me iba mal y de a poco me había volcado a cursar todo lo que tuviera que ver con comercio exterior. Esos días en que madrugaba, me sentaba a desayunar con mi viejo mientras él tomaba mate y escuchaba la radio. Así fue que se enteró de la existencia de la flaca Karina y de la fascinación que ejercía sobre mí . Como era habitual en él, me dio para adelante y me recordó mi deber de ser “un caballero” fuera como fuera ella.

Una gripe fuerte me mantuvo en cama desde un viernes hasta el lunes siguiente y no pude ir al boliche ese fin de semana. Me perdí el toque de Ácido y no vi a Karina por dos semanas. Cuando nos reencontramos estaba entusiasmadísima con la noticia de que Marilyn Manson vendría a tocar a Uruguay presentando su disco Holy Wood. Sería a principios de setiembre y estábamos en mayo.

Pasaron los meses, seguíamos yendo juntos a todos los recitales de metal pesado y después a su casa o a un mueble. Yo tenía buen cuidado de “cuidarme” y había encontrado una marca de preservativos que no me quitaban sensibilidad y resultaban muy resistentes. Los encuentros con la flaca podían llegar a ser verdaderas batallas.

Llegó el día del recital de Manson. Se hacía en el Velódromo Municipal y Rey Toro eran los teloneros. Un amigo de la facultad era hijo del tipo que organizaba el espectáculo y apenas ingresamos al predio lo busqué. Finalmente lo vi al costado del escenario y fuimos abriéndonos paso a codazos hasta llegar a él. Sonaban las últimas notas de “Carne”, la banda invitada se despedía y con la flaca nos colamos detrás del escenario. Éramos inmensamente felices. Vivíamos una verdadera epifanía de música, descontrol y amor. En ese estado, más el alcohol que traíamos encima, fue una consecuencia natural que termináramos revolcándonos entre los tubos de metal y los cables. Ni cuenta nos dimos de que Manson ya estaba en el escenario y que Johnny 5 hacía un riff maravilloso en su versión de “The Nobodies”. En la cúspide del orgasmo la cabeza me estalló en mil luces de colores y vibré al tiempo que las notas más altas del tema. Cuando todo se oscureció y volví a mi supuesta “normalidad” me di cuenta que se me había roto el condón.

El toque terminó y mi amigo nos invitó a una fiesta en la casa que compartía con su padre. Llegamos a una bruta mansión en Carrasco. Gente extraña, vestidas de riguroso blanco. En el living escuchaban música clásica en un volumen que no dejaba intercambiar palabra. Bailaban o, mejor dicho, se mecían al compás de la música. Unos mozos de piel negra, vestidos con una tanga de cuero también negra servían unos un líquido de color azul en vasos altos. Te ofrecían, además, pastillas, sellos, una línea de merca, lo que se te antojara. Me tragué una bola y me fui al sillón a disfrutar mi viaje ácido. Quedé noqueado y cuando desperté, no había nadie en la sala. Ni siquiera estaba Karina. En la semana traté de ubicarla. No la encontré en la casa, tampoco en los lugares que solíamos frecuentar. Ni a la hermana, ni a la madre. Fue como si se hubieran desintegrado en el aire.

Un mes y medio después de la fiesta y la extraña desaparición de la flaca, me empezó el malestar. Fuertes dolores de cabeza, seguidos por náuseas que me obligaban a quedarme pegado al inodoro por horas. Tenía el vientre hinchado y extraños retorcijones. Pasaba el día entero en la cama, hecho un ovillo. Mis padres estaban preocupados. El viejo se sentaba a mi lado y me ponía paños fríos a la altura del estómago. Me acariciaba la frente y decía que no me podía poner así, que tenía que olvidarme de esa mujer o tratar de encontrarla. Pero, con el dolor que me partía al medio, poco me importaba lo que hubiera pasado con la flaca. Sólo quería sentirme mejor. Un par de veces amagaron llamar al médico, pero no los dejé. Gritaba y los amenazaba con que me iba a matar si lo hacían. Entonces desistían y se quedaban viéndome sin entender qué estaba pasando. Yo tampoco lo entendía. Porqué me sentía tan mal, porqué tenía esos dolores, porqué experimentaba esos arranques de furia descontrolada. Pensé que era la falta de alcohol o de drogas, una suerte de síndrome de abstinencia. Pero en ese estado era impensable salir a buscar nada y pedirle a mi viejo que me fuera por un gramo o una petaca era un disparate.

El seis de junio, en la tarde, sonó el teléfono y atendió mi viejo. Pidieron por mí y vino a buscarme al cuarto. Casi arrastrándome fui hasta el comedor. Era mi amigo de la facultad, quería saber de mí, porqué no iba más a clase, e invitarme a otra fiesta en su casa esa misma noche. La posibilidad de conseguir algo de drogas me hizo sentir un poco mejor y como pude me vestí con un pantalón deportivo y una remera de Kiss que nunca había usado porque me quedaba muy grande. Con ese vientre descomunal nada de mi ropa habitual me entraba.

Tomé un taxi y le di al chofer la dirección de la casa de Carrasco. El tipo me miraba por el espejo retrovisor. Tenía ganas de insultarlo, gritarle si era puto o algo así, que mejor se ocupara de lo suyo y manejara más rápido, que era un viejo de mierda. Pero me callé por miedo a que me bajara y quisiera pelear. Y yo no estaba para hacerle frente a nadie. Encima, los dolores habían vuelto con más intensidad y algo se retorcía en mis entrañas.

Cuando llegué no había nadie todavía. Un empleado de la casa me hizo pasar a una sala que no había visto la vez anterior. Las luces estaban apagadas y el lugar se iluminaba con cientos de velas distribuidas todo alrededor. Me ofreció algo de tomar y le pedí que me trajera un whisky grande y sin hielo. Apareció al rato con la bebida y una pastilla como la que me había tomado en la fiesta anterior. Me la tragué al instante y en un par de tragos hice desaparecer el alcohol. De nuevo el apagón interior. Cuando desperté estaba en el suelo, en mitad del salón, acostado sobre un extraño dibujo. Tenía el torso desnudo, el dolor había desaparecido por completo. También la hinchazón. A mi alrededor había mucha gente vestida con túnicas y pasamontañas negros. Cantaban y repetían las mismas palabras incomprensibles una y otra vez. Pensé en un mantra y en el riff de Johnny 5.

Un encapuchado se abrió paso entre los demás. Traía en brazos un bebé que por lo pequeño parecía recién nacido. Estaba desnudo y lo colocó boca abajo sobre mi pecho. Cuando se acercó para dejarlo pude ver que tenía un ojo azul y otro amarillo. En cuanto la boca del niño tomó contacto con mi piel, empezó a buscar algo desesperadamente. Rozó mi tetilla, sentí un dolor espantoso y un hilo de sangre corrió hasta por debajo de mi axila. Pensé que los niños tan pequeños no tenían dientes, pero este parecía tenerlos, finos y bien afilados. Succionaba con fuerza y en un momento pareció hablarme, aunque era imposible porque no paraba de succionar. Soy tu hijo, dijo, dame un nombre. Gabriel, grité muy fuerte, y me volví a desmayar.

Desperté acostado en una cama, a mi lado dormía el niño plácidamente. Miré mis tetillas, estaban amoratadas y tres puntos rojos las circundaban. Despacio me puse de costado, apoyé la cabeza en un brazo y contemplé al bebé. De un modo extraño, sentía que algo nos unía, un lazo indestructible, un pacto entre ambos que ninguno había pronunciado.

Viví en esa casa mucho tiempo. No podría precisar si meses o años. Casi nunca veía a nadie, salvo al empleado que me había abierto la puerta al llegar. El niño crecía a velocidad sorprendente. Yo cumplía cada día con el ritual de llevarlo hasta mi pecho y dejarlo que chupara. Ya no me causaba dolor y él parecía sacar algo de aquella nada. Pronto olvidé mi vida pasada, mi casa, mis padres, la facultad, los amigos, la música, Karina, todo. Tres veces al día venían a llevarse al niño, que por ese entonces ya caminaba y lucía como de tres años.  En esas ocasiones me dejaban un plato de comida y una botella de agua. No más alcohol y nada de las benditas pastillas.

Una noche me desperté sobresaltado. Parado al lado de la cama estaba Gabriel. Sin abrir la boca me dijo – Es tiempo, nos vamos. Me tomó de la mano. Apenas dejó que me vistiera y salimos de la casa, a la noche fría. Nadie nos detuvo.

Caminamos largo rato. Cruzamos Avenida Italia y seguimos otro tanto, hasta que llegamos a una calle de tierra con casas de bloque. A mitad de cuadra había dos viviendas idénticas. En una de ellas se veía la luz encendida a través de la ventana. En la otra no. Mi hijo me dijo – Es aquí – y entramos a la que estaba oscura. Tenía dos ambientes. En uno, una cama grande se situaba en una esquina y una mesa con tres sillas en el centro. La cocina estaba integrada. La otra habitación era un baño. Nos acostamos a dormir y a la mañana siguiente me despertaron unos golpes en la puerta. Al abrir me encontré con una vieja desdentada que extendió una fuente tapada con un trapo mugriento y una bolsa con una botella de agua y pan. No le di ni las gracias, cerré la puerta y dejé las cosas sobre la mesa. El niño se despertó, se acercó a la mesa, quitó el trapo y empezó a comer unos trozos de carne a medio cocinar. A mí se me revolvió el estómago con la visión de esos pedazos sanguinolentos y pensé que iba a enfermarme de nuevo. Comí un poco de pan y me volví a la cama.

A la mañana siguiente la vieja volvió a aparecer y así por varios días. Una tarde, Gabriel dijo que teníamos que salir a caminar. Lo seguí sin saber bien qué haríamos y pronto me encontré entrando a un kiosco y haciendo una jugada de Cinco de Oro. Los números me los dictó él, sin que mediara una palabra entre nosotros. Al otro día fuimos otra vez hasta el kiosco y en el pizarrón de la puerta habían anotado los números ganadores. Eran los que yo había jugado. Mi hijo me dijo que debíamos pedirle a la vieja que cobrara el premio, que no era conveniente que nos dejáramos ver en público. Así fue como nos hicimos ricos.

Nos mudamos a una casa en Carrasco, cerca de la mansión de mi amigo. La vieja se mudó con nosotros y por consejo de Gabriel fue la que firmó el contrato de compraventa. No hacíamos más que dedicarnos a escuchar a Manson el día entero. Volví al alcohol. Y a las drogas. No se como llegaban hasta mí. Simplemente aparecían en la cocina o en mi mesa de luz. Alguien, supongo que la vieja, se encargaba de comprar la comida, la bebida y mantener el orden. Gabriel seguía con su dieta de carne casi cruda. Yo me hice adicto a los alfajores de chocolate, me comía tres o cuatro cuando pegaba el bajón.

Gabriel me pidió ir a la escuela. La vieja fue la que lo anotó en un colegio inglés muy caro en el que, como pagamos la anualidad entera, no hicieron preguntas sobre su filiación o el parentesco con el niño. Al llegar de sus clases me contaba que los niños no lo querían y lo molestaban constantemente. Me decía que no importaba, porque él igual se vengaba y también de la maestra, porque era muy mala y le gritaba o lo mandaba a la dirección. No pregunté qué significaba eso de la venganza. Algo en mí se negaba a querer saber más.

Mañana es seis de junio y mi hijo anunció que dará una fiesta. Cumple seis años, dijo. Invitará a todos sus amigos, dijo. Invitará hombres y no niños, dijo. También habrá mujeres, dijo. Y música. Vendrá un invitado muy especial, que es como un padre para él, dijo. Y tocará maravilloso rock pesado. Y las hermosas hembras se contonearán al ritmo de la música y vendrán a mí y me darán placer, dijo. Porque lo merezco. Porque he sido un buen padre, dijo. Todo lo dijo con una sola mirada.

Por eso estoy aquí parado mirando, sin decidirme, las cajas de condones. Compro tres alfajores y nada más.